Mensaje en la mirada de un niño con hambre

Los niños Winnel y Channel

Por Lissette Rojas. Foto: Antonia Ricart

Si fuiste a la Carretera Internacional sin algo para dar, es probable que te lamentes por mucho tiempo. Es probable que la mirada de un niño se te estampe en los sueños. Es probable que la próxima vez que pongas los pies bajo una mesa te encuentres sin apetito.

«Yo con tanto y esos niños sin nada», te dirás a ti mismo aun si en el lado dominicano no llegas ni a clase media, aun si eres sueldo mínimo o mendigas en la esquina de la Duarte con París. Porque aquello hay que verlo para creerlo: ¡tanta pobreza a la vuelta de la esquina!

Dicen que es un trago amargo verles correr tras los vehículos. Su clamor duele en el pecho y, sus manos, mariposas nerviosas, se quedan revoloteando en la mente de quien los mira por primera vez.

En las aldeas haitianas -tú puedes ser testigo- los niños y las mujeres descienden de las lomas a pedir ayuda a los carros que pasan. Hay que ponerse en la piel de esas gentes para saber qué tipo de desesperación los alienta a salir corriendo detrás de un vehículo para pedir algo de comer. 

«Comida solo por un día, eso no sirve», dicen los racionales y vuelven a los libros. «Démosles alimentos por hoy y alentemos a los demás a venir», dicen los sentimentales y vuelven a tejer planes.

Sería mejor, ya verás, deponer las armas de los desacuerdos. Mientras llega el esperado proyecto autosostenible que los saque de la pobreza, es bueno que las personas que pasen por la carretera lleven y repartan comida que no precise de preparación, como salami, panes, leche, jugos y chocolate.

En las comunidades, las mujeres que reciben algo nunca se olvidan de dar las gracias. Te sonríen mientras suben la loma con su funda sobre la cabeza y su niño en la cintura.

En lugar de discusiones teóricas e indisolubles, más valdría ir a apoyar y defender del hambre a estos pequeños, que se aparecen en los alrededores de las comunidades de la margen haitiana de la Carretera Internacional, cuyos 47 kilómetros están repletos de penurias.

Cuatro de ellos son los niños de la polémica fotografía. Era de mañanita cuando ustedes los volvieron a ver. Esta vez estaban medio vestidos, pero en sus ojos continuaba la misma urgencia que les descubrieron hace un mes.

¡Los niños desnudos de la Carretera Internacional siguen en la misma situación de «vulnerabilidad» que cuando salió el reportaje del semanario Clave!

Un mes después, nada habíamos hecho -hasta el sábado- los que apoyamos publicar la imagen tal cual, es decir desnudos como ustedes los vieron pidiendo; tampoco han hecho nada los que se alarmaron, escribieron cartas y rasgaron las vestiduras porque la foto publicada iba contra la dignidad de la persona.

Carretera Internacional, ese tramo olvidado que no puedes cruzar a menos que solicites un salvoconducto en la fortaleza militar de Pedro Santana. Carretera Internacional que abre a las ocho de la mañana y cierra a la seis de la tarde, el tiempo justo para hacer el bien. 

Carretera Internacional, ese tramo nostálgico de amigos fieles, donde unos niños hambrientos te dicen: “Merci, merci”. Y cuando te vas, te miran desde la cuesta y te hacen un gesto de adiós con las manos, un gesto que te dice: “Gracias amig@, ve y dile al mundo lo que está pasando aquí. Ve y dile al mundo que lo necesito”.

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El héroe que nunca pidió nada para sí mismo

 

Objetos personales de un héroe que murió en el anonimato. Fotos: Roberto Guzmán
Objetos personales de un héroe que murió en el anonimato. Fotos: Roberto Guzmán

Texto: Lissette Rojas

 Es domingo. La primavera recién nacida cubre el camino de pinochos, girasoles, caprichos y margaritas. El ascenso a Los Cacaos de San Cristóbal está a medio camino entre lo sublime y lo tortuoso. De un lado están las flores; del otro, el abismo.

 En el microbus, junto al grupo, viajan dos personas que quieren conversar con Frank Marcano, un ex combatiente constitucionalista que nunca pidió nada para sí mismo, ni siquiera cuando la diabetes empezó a destejer de a poco los hilos de su vida.  

 

 A lo lejos, la vista de una ciudad que se vuelve pequeña con la lejanía les da a los nuevos visitantes la impresión de que lo recorrido empieza a desvanecerse y que se adentran, cada vez más, en el terreno de lo mágico.

  

 Un aviso en la comunidad de Cambita viene a confirmar que en estos predios la realidad y la ficción se aparean. “Tenemos doce años esperando que nos pongan el agua”, clama un letrero de pintura azul y caligrafía irregular y elocuente.  

 

 Decenas de kilómetros más allá otros dos viejos carteles le responden sucesivos: “E’ pa’lante que vamos” y “Aún nos queda mucho por hacer” debajo de dos rostros que le sonríen al vacío. Si se le presta atención, podría decirse que el camino tiene sus códigos y le gusta ironizar.

 

En una curva en que el camino se hace estrecho el chofer del microbus toca bocina porque no logra ver si viene otro vehículo bajando. El sonido alerta a unos niños que de inmediato se echan a un lado con su carga de agua en latas y antiguos galones de aceite. 

 

 El aire ya no es el mismo. Ahora es frío y escaso. Crecen aquí otros colores, que parecen empotrarse en el verde gris de la ladera a la que nadie parece temer. Los pasajeros duermen, pese a la niña que llora. A ratos el microbus da saltos mientras la carretera ruge su malestar en forma de pendientes que serpentean la loma.

  

 Es posible imaginar que este trayecto Frank Marcano lo habrá recorrido cientos de veces desde que terminó la Guerra de Abril. Quizás aquí, en este paraje tan hermoso, se suele sentar a recordar con orgullo los días de 1965, cuando luchaba en Ciudad Nueva, junto a Francisco Alberto Caamaño, contra la invasión estadounidense. 

 

 “A Marcano hay que entrevistarlo, es un héroe nacional y no anda pidiendo pensiones, aunque la necesita porque tiene diabetes y le cortaron un pie”, había dicho con solemnidad Rafael un mes antes en Santo Domingo.  

 

 Y si Rafael sentía tal admiración, era quizás por el entusiasmo que habían despertado en él los relatos y anécdotas de aquel hombre humilde que en pocas ocasiones hablaba de sí mismo. Nadie pudo sospechar que el tiempo adelgazaba tal como lo hacen en Los Cacaos las aguas del río Mahomita.

 
 La silla en la que Frank Marcano solía sentarse todas las tardes 

La silla en la que Frank Marcano solía sentarse todas las tardes.

 
Al llegar a Los Cacaos, con el entusiasmo que da una cita con la historia, se produce un

diálogo suprareal a la puerta del único negocio de comida. El pueblo es tan chico que cualquiera podría adivinar que todos se conocen.

 

-Saludos, ¿nos podría decir dónde vive Frank Marcano, el ex combatiente constitucionalista? – pregunta una de los visitantes.

 

-En el cementerio de Nigua -responde el hombre de ojos verdes.

 

-¡Ay, por Dios, no relaje con eso! Díganos donde vive, por favor.

 

-Le estoy diciendo que en el cementerio de Nigua –respondió el lugareño y procedió a explicar que su hermano había muerto dos meses atrás.

 

A la incredulidad de ambos visitantes le ganó la certeza. Se miraron y no dijeron más. No había broma ni chiste en la voz del otro Frank. La mujer que vende comida asentía con la cabeza al relato que hacía Frank Stuvvs.

 

Tenían que poner las ideas en orden. Aunque no hicieron cita pensaron que lo peor que podía suceder era que Marcano no estuviera en su hogar. La muerte, como siempre, nunca estuvo en los planes. Para reflexionar, hicieron un recorrido por el río Mahomita, que desde la tormenta se agota en su paso por Los Cacaos.

 

Una hora más tarde llegaron a la casa donde vivió Frank Marcano. Iban seguros de tener un retraso en la cita con la historia, pero sabían que, aunque tarde, alguien debía contar que allí una vez hubo un hombre, verdadero héroe anónimo que agonizaba como un río y diluía las horas en la paz del deber cumplido. 

 

 Había algo de nostálgico y triste en el relato que les hizo el hospitalario Frank Stuvvs, el medio hermano, en la vivienda de madera que sobrevive romántica bajo un enorme árbol de javilla, cuyo tronco una sola persona no podría jamás rodear en un abrazo. 

 

“Para Frank, esas eran  cosas que no se dicen ni se piden (la pensión). Él era muy tímido. Ese era su  criterio. Siempre me contaba de los tiroteos en Ciudad Nueva pero no me daba detalles de si mató o no a alguien.

 

“El y un hermano suyo, Felipe Marcano, siempre estaban envueltos en la lucha. Apenas tenía 17 años cuando se fue a luchar a Santo Domingo con sus dos hermanos. Lo hicieron de manera espontánea. Vivían en San Cristóbal y cuando supieron de la revolución decidieron que era su deber estar del lado dominicano.

 

«Ellos tenían ideas revolucionarias desde niños, quizás porque se criaron frente a un liceo viendo la huelga. Al principio nadie se explicaba su determinación porque su verdadero padre era militar y mi papa, el que los crió,  era gobiernista.

 

“Frank siempre mencionaba un hotel cercano al Malecón donde me decía que él iba a comer helados Capri. No me decía específicamente donde era su frente de lucha, porque lo otro nunca lo hablaba, él era tímido con eso. Recuerdo que en la época de los Doce años de Balaguer él no hablaba de su participación en la Guerra de Abril, lo tenía callado y solo lo mencionaba cuando se ponía a tomar tragos. Una experiencia así pudo costarle la vida.

 

“¿Que cómo murió mi hermano?, a él la muerte le vino de una diabetes emocional. Él había tenido un accidente en un motor y a partir de ahí fue que le comenzó esa enfermedad. Él no se atendía prácticamente y descuidaba los medicamentos. Un día yo lo llevé porque tenía un dedo enfermo y otro día  le cortaron el pie porque le dio pie diabético. Estaba en unas condiciones que los amigos y yo éramos quienes lo bañábamos.

 

“Me recuerdo como ahora el día en que se me puso malo. Yo vine en la mañana y le pregunté, ¿cómo amaneciste?, y él me dijo, Estoy bien, y después, como a las siete, pasé a comprar cigarrillos y lo encontré muerto y lo lleve a San Cristóbal a la clínica Betancourt, a una hora y media de camino en una guagua de transporte público. Lo velamos en San Cristóbal, porque él era de allá. Por eso le digo que vive en el cementerio de Nigua”.

 

Sus palabras tienen la ternura de quien habla de un niño que no está porque se ha ido la escuela y ha dejado los juguetes dispersos por su habitación. De hecho, los objetos que pertenecieron a Frank Marcano parecen gritar que la vida es la gran escuela y la muerte la lección final.   

  

 

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